Autor: Santiago Rivadeneira Aguirre
Las cuartillas del Retrato de
Golilla, un panfleto de ‘diatribas sediciosas’, comenzaron a circular
profusamente entre los ciudadanos madrugadores de la ciudad de Quito, bajo
el amparo de las últimas sombras que
se desvanecían con los primeros rayos de esa mañana de 1781. Esas cuartillas
sediciosas llegaron por fin a las manos del Presidente Villalengua que les
calificó de ‘atroz, sangrienta y sediciosa sátira’ contra el orden constituido.
¿Qué decían esas furibundas
cuartillas, que algunos -o muchos- atribuían la autoría al Dr. Espejo? En lo
sustancial, señalaba al monarca Carlos III como ‘rey de barajas’, destacaba los
falsos atributos del soberano y reivindicaba las luchas sociales de Tupac Amaru
y Catari. Villalengua, mientras tanto, intenta una maniobra estratégica para
‘evitar malos entendidos’ y decide no reprimir al presunto autor del panfleto
que antes había sido calificado como ‘reo de estado, libelista famoso y
perturbador de la paz pública’.
Se inauguraba un nuevo e
ingenioso género literario y popular, de comunicación directa, convertido
enseguida en arma mortal contra el poder, para mofarse, además, de quienes
hicieron de la persecución y el autoritarismo, su modo de gestión y de
gobierno. Sobre todo, se inauguraba el comienzo de un germen que buscaba
sensibilizar a la población sobre el colonialismo y la necesidad de lograr la
inmediata independencia de España. Porque después, protegido por la máscara de
Moisés Blancardo, el Marco Porcio Catón, continúan los ataques furibundos
contra los ‘patéticos discurridores’ que gobiernan Quito. Ahí están, además,
las líneas inteligentes y los diálogos beligerantes del Dr. Espejo en las
sesudas y mordaces páginas de la Ciencia Blancardina.
Loa muros de la ciudad ‘se
tiznaban’ de injurias que apuntaban al régimen y a sus representantes y que
fueron atribuidas ‘al único hombre que se da el lujo de cultivar la sátira y
concitarse los municipales rencores’. Por eso valen estos antecedentes
libertarios que los cristaliza en hechos y acciones el Doctor Espejo, también
como investigador, intelectual, bibliotecario y contestatario insumiso. Marca
la ruta y señala el camino de la emancipación, siempre impulsados por su
ideología de matriz humilde. “Que él, nacido a la libertad –resalta Mentor
Mera- desde el fondo de la tristeza social, hubiera tenido la más justa voz
dirigente, aquella que se habría opuesto a la inconsistencia ideológica de las
capas dirigentes de la revolución…” (Mentor Mera El proceso sociológico del
Ecuador 1987).
Lo cierto es que fueron la presencia
y la actitud de Espejo, las que van anticipando el proceso emancipatorio que se
concreta en el ‘pronunciamiento nobiliario del 10 de agosto de 1809 fraguado en
granjas marqueseriles y salones aristocráticos’ y que apenas duró 80 días, en
medio de una actitud pasiva del pueblo. Porque el plan autonomista comienza a
perfeccionarse al mismo tiempo que el poder constituido inicia sendas
persecuciones y acusaciones contra el ‘mulato levantisco’ empeñado en provocar
una insurrección general, por supuesto inaceptable. Porque fue en Espejo que
nos pudimos mirar y donde se miró la libertad de estas tierras, cansadas de la
explotación y el dominio españoles. Eugenio Espejo una tarde de enero de 1795
fue detenido por un grupo de soldados que irrumpieron en la Biblioteca donde
trabajaba, y conducido a una penumbrosa celda militar.
Afuera, nos cuenta Mentor Mera,
‘los curiales acumulan las páginas de un largo juicio. Del proceso saldrán en
claridad prematura, los afanes de Espejo: provocar una insurrección general; obtener
la emancipación completa, mediante la mutua ayuda de todas las provincias
cautivas, construir repúblicas independientes y democráticas en los territorios
liberales; nacionalizar absolutamente el gobierno; nacionalizar el clero y
confiscar las excesivas propiedades territoriales de las comunidades religiosas
en favor del estado…’
Corroído por la disentería y la tristeza, Espejo muere una mañana de 1795. Y todavía habría que esperar que esa conciencia emancipatoria y revolucionaria contenida en las ideas de Espejo, terminen de germinar y se vuelvan acción concreta. Por eso es válida y oportuna aquella pregunta que algunos pensadores se hicieron en su momento, respecto del 10 de agosto de 1809: ‘Espejo de haber vivir en esos momentos, seguramente pudo haber exigido una dirección capaz de conducir a las masas populares hacia una lucha profundamente revolucionaria’.
La relación de hechos es muy clara: con paladina cortesía el doctor Ante hace la entrega formal y comedida de un pliego de peticiones al Conde Ruiz de Castilla, en el que además se le notificaba de la destitución del cargo de Presidente de la Real Audiencia por ‘voluntad de la Junta Soberana de Quito’. De esa manera ‘estalla la revolución’ que, en sus pormenores, fue íntegramente preparada en una granja aledaña a la ciudad, y después mejorada de manera apresurada ‘en el tocador de una hermosa y distinguida dama quiteña’. El ‘éxito de la revolución’ fue comunicado al público a través de una guarnición militar con algunos vítores sueltos a la Junta Soberana. Así se dieron los hechos del 10 de agosto de 1809, ni más ni menos.
Algunos días después, el Cabildo Abierto se reunió en la Sala Capitular del convento de San Agustín, integrado por nobles y ricos de la ciudad de Quito, representantes barriales y sacerdotales, que proceden a ratificar los hechos del 10 de agosto. En el discurso pronunciado con cauteloso embeleco por el marqués de Selva Alegre, Presidente de la Junta Soberana, comunicó la ideología del movimiento: “La conservación de la verdadera religión, la defensa de nuestro legítimo monarca y la propiedad de la patria’. La ‘revolución’, acto seguido, comenzó su tarea reemplazando los funcionarios chapetones por funcionarios criollos. Y también ahí terminó la revolución del 10 de agosto de 1809, cumplida con buenos modales y limitados alcances, que causó, como escribió alguien en esos mismos días: ‘asombro y por otra parte risa’. No se sabía si establecer una ‘monarquía constitucional con Fernando VII o una república como había pensado un vecino nombrado Espejo’. (M.M.)
Pero citemos, por último, lo que apunta con sabiduría Mentor Mera: “La falta de arraigo popular, la absoluta carencia de emoción colectiva frente a un hecho súbitamente producido y gestado en sigilosa tertulia, cuyos alcances ni han sido explicados, ni pueden medirse a simple vista, la total ausencia, en fin, del pueblo en todo este elegante proceso, determinará el destino de la teatral insurrección del 10 de agosto”.
Un año después, el 2 de agosto de
1810, estalla una reacción popular con la consigna de atacar los cuarteles
militares para liberar a los presos patriotas Armados con cuchillos, palos y
piedras, dominaron a la guardia, destrozaron las puertas y pudieron sacar a los
patriotas plebeyos. La multitud se trasladó enseguida hasta las afueras del
Cuartel Real de Lima resguardado por las tropas de Arredondo, para liberar a
los demás detenidos entre los que se encontraban Morales, Salinas, Larrea y
Quiroga. Los presos fueron fusilados sin ninguna fórmula de juicio. El combate
se extendió a las calles de la ciudad que fue testigo de una brutal represión
militar que dejó centenares de muertos entre hombres, mujeres, niños y soldados
realistas. La masacre terminó cuando el Obispo, rodeado de una corte de
sacerdotes, enarboló una hostia sagrada, y condujo una apresurada procesión
para pedir el fin de las hostilidades. Nunca se establecieron responsabilidades
por los acontecimientos del 10 de agosto de 1810.
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